Por Armando Fernández Martí
Santiago de Cuba, 19 mar.— A Sergio González López lo llamaban El Curita, porque durante su adolescencia, había ingresado en el Seminario Católico de El Cobre en Santiago de Cuba, para ordenarse como sacerdote, propósito del cual desistió.
Sin embargo, El Curita era un joven de su tiempo y a pesar de sus convicciones religiosas, comprendió que luchar por la libertad de la patria era también amar al prójimo.
Nacido en Aguada de Pasajeros, provincia de Las Villas, Sergio González se trasladó a la capital en busca de oportunidades y trabajo en la compañía de tranvías norteamericana Havana Railway como inspector y llegó a ser secretario general del sindicato y por sus luchas contra los patrones fue despedido. Después pasó a los Autobuses Modernos.
El Curita era militante del partido Ortodoxo y tras el golpe de Estado de Batista, en 1952, se incorporó a la lucha contra la dictadura convirtiéndose en un destacado combatiente clandestino.
Por su experiencia, por su valentía y arrojo, por su vergüenza, bondad y dignidad, Sergio González fue designado como Jefe de Acción y Sabotaje del Movimiento 26 de Julio, en La Habana, donde puso en jaque con sus acciones a los cuerpos represivos de la dictadura, que lo buscaban afanosamente.
En la noche del 18 de marzo de 1958, cuando visitaba una casa de contacto en el Vedado, Sergio González fue detenido por esbirros de la tiranía, quienes lo sometieron a bárbaras torturas sin que dijera una sola palabra.
El cadáver de El Curita, terriblemente torturado, apareció al siguiente día en el reparto Altabana, de la capital cubana, junto al de los jóvenes revolucionarios Juan Borrell y Bernardino García. Dicen que antes de morir las últimas palabras de Sergio fueron de desprecio para sus asesinos a quienes dijo: “Tiren que aquí hay un hombre”.
Sesentas años después de su muerte, Sergio González, El Curita, es recordado por su pueblo como lo que fue, es y será por siempre: un ejemplo de valor, audacia, dignidad, bondad y vergüenza.
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