Por Margarita Piedra Cesar
Santiago de Cuba, 11 sep.— Santiago de Chile. 11 de septiembre de 1973. Amanece y los que transitan por las calles observan con preocupación cómo tanques del ejército avanzan hacia el Palacio de la Moneda, sede del gobierno. De las bases aéreas despegan aviones con igual rumbo, mientras fuerzas de carabineros ocupan posiciones cercanas al lugar.
Piensan que se trata de una maniobra más, cotidiana en los últimos días. Pronto conocen que es algo más serio. Comienzan los bombardeos contra el Palacio. En unos minutos aquello es un infierno.
En el interior de la Moneda hay ajetreo de gente armada que va de un lado a otro. Disparan para repeler la agresión. Son colaboradores del presidente y personas leales al gobierno de la Unión Popular. Los custodios carabineros abandonan el recinto.
Desde su despacho el presidente constitucional, Salvador Allende, habla por radio y sentencia: "Cumpliré el mandato que mi pueblo me legó hasta las últimas consecuencias", concluyó su alocución señalando: "... más temprano que tarde se abrirán las grandes alamedas por donde transite el hombre libre de mi país"
El presidente ocupa su puesto de combate, porta el fusil AK regalo de su entrañable amigo Fidel Castro. Dispara contra los sediciosos hasta que una bala lo derriba. Muere... ¡Ha cumplido lo prometido a su pueblo!
En la Moneda se apaga la resistencia. Ha caído el gobierno de la Unidad Popular. Augusto Pinochet, un general émulo de Hitler, asume el mando. Se desata la represión y miles de patriotas mueren o desaparecen. Los que logran escapar marchan al exilio.
Se instaura en Chile la más cruel dictadura fascista que recuerda América Latina. En Washington hay regocijo. Llueven los mensajes de apoyo al sátrapa: "Ya no habrá intento de Socialismo en América", se atreven a sentenciar.
Según organizaciones de derechos humanos, a 46 años del golpe todavía hay más de mil detenidos desaparecidos de los cuales se desconoce qué suerte corrieron.
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