La oscura casita de tablas marcada con el número 6 en la popular Loma del Intendente, en el barrio del Tívoli, se volvió el mirador de un niño de seis años que recién comenzaba a ver el mundo fuera de su natal Birán
Por Abel Rojas Barallobre
Hay una casita y un angosto balcón en Santiago de Cuba que guardan un bello pasaje de la infancia del Comandante en Jefe Fidel Castro Ruz. Hasta hace algún tiempo muy pocos sabían de su existencia, y del entrañable afecto del líder por el lugar desde donde, dijo, vio por primera vez el mar.
Josefina Romero Fernández, museóloga del lugar, comentó a este diario que fue al intelectual Frei Betto a quien por primera vez le confesó el Comandante que aquel espacio de la oscura casita de tablas marcada con el número 6 en la popular Loma del Intendente, en el barrio del Tívoli, se volvió el mirador de un niño de seis años que recién comenzaba a ver el mundo fuera de su natal Birán.
Allá donde sus padres le habían propiciado un acogedor hogar, no tenía una vista tan bella de las montañas de la Sierra Maestra y de parte de la bahía santiaguera, lo que compensaba un poco la humedad, las filtraciones, el poco espacio, el frío y la ausencia de luz eléctrica en la morada que apenas daba cabida a un viejo piano en la sala y desde la cual vio a Santiago como la gran ciudad.
Explican María Luisa García Moreno y Rafaela Valerino Romero, en su libro Un niño llamado Fidel Alejandro, que el muchacho que luego lideró los destinos de la nación llegó hasta esta casa por mediación de Eufrasita, su maestra de Birán, quien habló con Lina Ruz y Ángel Castro sobre la necesidad de que los niños, tan inteligentes, siguieran estudios en la ciudad.
No llegaron a imaginar aquellos padres de campo que, a pesar de los 40 pesos que abonaban mensualmente para suplir las necesidades personales de cada niño, estos pasarían hambre y necesidades en aquel local que compartían junto con Néstor Filiú, el padre de Eufrasita, y las dos hermanas de esta.
Sobre la magnitud de las precariedades sufridas durante esta difícil etapa, Romero Fernández agrega que de una cantina comían seis personas. «Aquí sintió Fidel por primera vez que tenía hambre», dijo.
Hoy en la pequeña casita de apenas tres habitaciones, una cocina y el estrecho balcón que tantas veces cobijó al pequeño Fidel, no vive ninguna familia.
Devenida museo, luego de solo algunos retoques de pintura y el arreglo de los techos, atesora en sus paredes fragmentos de algunos de los textos en los que el líder se refirió al lugar: Fidel y la Religión (Frei Betto), Cien horas con Fidel (Ignacio Ramonet) y Todo el tiempo de los cedros (Katiuska Blanco). Igualmente, guarda recuerdos de las visitas realizadas por el líder de la Revolución después del triunfo del 1ro. de enero de 1959.
Una de las instantáneas que más acapara la atención de los visitantes es la de la última vez que compartió con los vecinos de la zona, el 20 de enero del año 2003, hace hoy 15 años.
De verde olivo y sonriente aparece abrazando a un pequeño que habitaba la casa contigua, quizá porque recordó los infantiles momentos vividos en aquel mismo lugar que, sin dudas, marcó el inicio de su eterna relación con Santiago.
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