Por Martha Gómez Ferrals
El cinco de abril de 1895, a poco más de 40 días del inicio de la campaña liberadora convocada y organizada por José Martí, falleció en los campos de batalla cubanos el general de tres guerras independentistas Guillermón Moncada, víctima de la tuberculosis y a la edad de 53 años.
José Guillermo Moncada y Veranes era el nombre completo de ese patriota inmenso que trabajó con la exigua energía que el avance de su terrible enfermedad le permitió para garantizar el alzamiento del Oriente cubano el 24 de febrero, tal y como lo cumplió.
Su concepto del honor era esencial en su vida y había empeñado su palabra a Martí. Además, siempre estuvo presto al servicio de la Patria.
Contrajo su mortal dolencia en cárceles españolas, donde padeció seis años, tras una vil traición, en las condiciones más inhumanas.
En el momento de su deceso, en la tierra oriental que tanto amó, había arrastrado con la fuerza de su ejemplo y su capacidad movilizadora a un nutrido grupo de bisoños mambises, a quienes transmitió su fervor revolucionario. Se acercaban los días del desembarco de Antonio Maceo, Flor Crombet y José Maceo, por Duaba; y poco después de José Martí y Máximo Gómez por los riscos de Playitas de Cajobabo.
Una gran pérdida, muy dolorosa para el Ejército Libertador significó su muerte a principios de la Guerra Necesaria.
Apodado cariñosamente Guillermón, por su imponente complexión corporal, fue amado y respetado. Parecía un titán mítico por su altura y robustez, espléndidas en sus años mozos. Pero lo era más por su arrojo y valentía, e incluso aún más por su talla moral, pues su actuar estuvo mediado por una ética, nobleza y civismo que lo hicieron legendario.
Aquel apelativo lo definía en sus múltiples facetas y virtudes.
Nació en Santiago de Cuba el 25 de junio de 1841 y era descendiente de esclavos, aunque se dice que el padre ya era liberto.
Poco después del comienzo de la Guerra de los Diez años, el 10 de octubre de 1868, se apresuró a formar parte del Ejército Libertador, bajo el mando del general Donato Mármol.
Lleno de energía, siempre fue hacedor y arrestado. Venció los obstáculos que su origen ponía en su camino y logró aprender a leer y escribir bien temprano. Manejó con pericia el machete, siendo todavía adolescente.
Más tarde usó magistralmente ese instrumento agrícola como principal arma en la manigua, como hicieron la mayoría de los mambises.
No pasó mucho tiempo sin que comenzara a descollar en la primera contienda libertaria. Combatió no solo en la región oriental, donde tomó parte en varias batallas que lo hicieron brillar como soldado.
Volviendo a su elevación moral, algunos de sus contemporáneos también le dieron el sobrenombre de Caballero de la guerra. El trato del general Guillermón irradiaba humanismo incluso con los prisioneros y vencidos. Cumplir con las reglas del honor, sobre todo con la palabra dada era esencial para él.
El general Máximo Gómez refrendó por escrito su opinión de que, además de su valentía, se apreciaban en él sus dotes de mando y de estratega.
Cuando el amargo episodio del Pacto del Zanjón estuvo entre los próceres que acompañó al general Antonio Maceo en la vertical protesta de Mangos de Baraguá.
Por ello se unió a otros jefes patriotas con el fin de continuar los combates en Oriente. Más tarde no vio otra salida, el 10 de junio de 1878, que dejar de pelear por el momento, al darse cuenta de que el agotamiento, la división y la desmoralización de las tropas cubanas, la traición incluso de algunos jefes, habían acabado por dar fin a las posibilidades reales de sostenerse.
En alerta y al servicio de la Patria siempre, se puso en acción junto a los Maceo y otros independentistas que convocaron a la llamada Guerra Chiquita de 1879 a 1880. Este nuevo intento liberador fracasó, y Guillermón accedió a aceptar, junto a José Maceo, Quintín Bandera y otros corajudos jefes mambises, un tratado llamado de Convergencia, firmado con España, ante garantes de otras naciones: Francia e Inglaterra.
Era una trampa, pues aunque aparentemente se daba la oportunidad a los patriotas de abandonar el país para vivir en el exilio, en unión de sus familias, se cumplió un plan siniestro mientras se dirigían en un navío hacia Jamaica, su pretendido destino: la metrópoli los interceptó y fueron tomados prisioneros.
Bajo condiciones de cruel confinamiento en húmedas y contaminadas mazmorras en Islas Baleares vivió desde 1880 a 1886, cuando amnistiado Guillermón regresó a Cuba y continuó con sus ideales y aportes a la causa de la libertad.
Nada detenía al formidable Guillermón. Se incorporó a tareas patrióticas clandestinas comenzadas por Gómez y Maceo en 1884, a las cuales él se sumó en las postrimerías de esos afanes, en 1886, tras su liberación y retorno a la Isla.
Participó en la conspiración Paz del Manganeso (1890). Su ajetreo revolucionario lo hizo notable otra vez y sufrió cárcel desde el primero de diciembre de 1893 al primero de junio de 1894.
Con el respaldo de Martí se destinaron fondos del Partido Revolucionario Cubano para pagar la fianza exigida por las autoridades coloniales a fin de excarcelarlo. El Apóstol le dio la trascendente tarea de encabezar la futura rebelión en la región más oriental del país, al frente de los preparativos de la guerra del 95.
Ya moribundo, Guillermón solo tuvo tiempo de otorgar la jefatura de su región al Mayor General Bartolomé Masó, y el mando de las fuerzas a él subordinadas directamente al Coronel Victoriano Garzón, antes de cerrar los ojos para siempre en la recóndita localidad de Joturito, Alto Songo, en el indómito Oriente.
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