Por María Elena López Jiménez
Santiago de Cuba, 13 nov.— La ciudad muestra sus raíces y conserva huellas que aunque pasen los siglos, están ahí como gratitud a quienes un día fomentaron el desarrollo y la embellecieron.
El Tivolí pertenece a la memoria francesa en esta urbe sur oriental. Barriada que tuvo un impulso urbanístico al calor de la revolución haitiana a finales del siglo XVIII y principios del XIX, cuando muchos colonos galos, franco-haitianos con sus esclavos huyeron de la vecina isla caribeña por la sublevación. Trajeron consigo además de fuerza de trabajo, sus hábitos, costumbres y la distinción en la forma de vivir.
En los disimiles documentos que aparecen como testimonios de la época, se encuentra el del escritor y periodista, Agustín de la Texera, quien supo destacarlo.
“Época de ventura fue ésa para esta capital que de improviso vio cambiado su aspecto, adquiriendo ideas que no pudiera antes concebir, reconociendo elementos para labrar la prosperidad del país [Santiago de Cuba] y elevarlo a un auge en que no había pensado, pues ni aun imaginaban la existencia de los recursos propios que en manos de los industriosos y activos franceses produjeron las ventajas inmensas que son notorias en la agricultura y el comercio […] no menos que en las artes y oficios y en mil ocupaciones industriales […].”
De los cambios, fueron notorios en la agricultura, comercio, modas, artes y oficios. Los franceses construyeron un café concert con capacidad para más de 300 personas al que llamaron Le Tivolí, pero después el vocablo se “aplatanó a lo santiaguero” como El Tivolí. Y tuvo tanta fuerza que en pocos años se transformó en pertenencia nuestra.
Pero el fomento citadino en esa zona se inició en la primera mitad del siglo XVII, cuando se asentaron en la zona, inmigrantes españoles pobres y criollos de menos recursos, aledaños a la residencia del gobernador de la región oriental por aquel entonces, Bartolomé de Osuna.
Luego, se avecinaron jamaicanos y puertorriqueños, entre otros jornaleros llegados a Cuba.
Después de los franceses, este barrio alto constituye un símbolo en el devenir de la localidad. Desde él se domina la bahía y una buena parte de las montañas. Sus calles desembocan a Trocha, vía famosa y popular por las fiestas carnavalescas. La escalinata de Padre Pico le da entrada por el centro, construida en la loma de Corbacho, nombre que hace honor a un gallego dedicado por entero al comercio y no tuvo otra diversión que su trabajo detrás del mostrador.
En su trazado tiene muchas peculiaridades que lo tipifican: las casas en alto que miran al mar, las cuales parecen nidos de águila, al decir del Doctor Francisco Prats; sus callejones y lomas. Una de las más empinadas es la de los Desamparados que en su cima se levanta la iglesia del mismo nombre; las rejas de hierro forjado al estilo del sudoeste francés en balcones y ventanas sustituyeron a los barrotes y balaustres de madera. Esta arquitectura de fachadas con un conjunto de rombos y en S se considera de la más típica del país, con corredores y colgadizos.
Entre los aportes del barrio en esa etapa, se encuentran las casas de salud con enfermeras y médicos, escuelas primarias, algunas bilingües y academias para jovencitas; panaderías y dulcerías con magníficos reposteros. Espacio donde se mostró el refinamiento de la cultura francesa, acriollada al ambiente santiaguero y a la usanza española.
Poetas y trovadores le han cantado a su singularidad, lo dúctil de su existencia y al carácter abierto y alegre de sus habitantes.
En la actualidad el barrio exhibe disimiles sitios de interés histórico, como la Escalinata de Padre Pico, el Museo de la Lucha Clandestina y la casa donde vivió Fidel Castro entre los años 1931 y 1933.
Hasta hoy el barrio muestra esa combinación armónica entre lo culto y lo popular. Terruño natal de personalidades, como Antonio Fernández, el inolvidable Ñico Saquito y Miguel Matamoros, padre del primer bolero cubano, “Tristezas”.
Como colofón allí hay una vivienda que conjuga, lo culto, lo popular y lo selecto de nuestra peculiaridad: La casa de las Tradiciones. Vecinos y visitantes se mezclan para la fiesta que da fe de la alegría cubana. Bolereando con voces santiagueras, bailando con sones y guarachas así como exposiciones de Artes Plástica del quehacer regional, arpegios de guitarra a la usanza de serenatas, toques de tambores al ritmo de conga y el brindis con bebidas exquisitas desde el ron hasta el aromático café. Y para no olvidar esta estancia, el torcedor de tabaco como un bonito regalo.
Y como acotación más destacable es la idiosincrasia del santiaguero que allí muestran los habitantes de la barriada: el regocijo del vivir y la hospitalidad de la ciudad sur oriental, caribeña por excelencia.
Para no olvidar, la Casa de las tradiciones se ubica en la Calle General Lacret número 651, en el Tivolí, desde donde se mira el mar y las montañas como un distinguido balcón de la ciudad.
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