Santiago de Cuba, 10 oct.— Para los cubanos de entonces, la del 10 de octubre de 1868 pudo haber sido una madrugada como otra cualquiera, pero ya antes de clarear el alba, un grito escuchado por primera vez en casi cuatro siglos desde la llegada de los españoles, incendió la noche en la Demajagua, y desde allí, extendió su redentora luz por toda la isla, para no apagarse jamás.
El grito de ¡Independencia o Muerte!
lanzado aquella madrugada por Carlos Manuel de Céspedes en La Demajagua,
no fue un grito para una sola vez sino que extendió su eco hasta el
Primero de enero de 1959, con la toma del poder por el Ejército Rebelde.
Y allí, en el patio de su ingenio, rodeado de amigos y esclavos, estaba Carlos Manuel de Céspedes leyendo aquel manifiesto glorioso y diciendo cosas que nunca antes se habían dicho a viva voz: “no nos extravían rencores, no nos halagan ambiciones, sólo queremos ser libres e iguales como hizo el creador a todos los hombres”.
No sólo fueron palabras, sino hechos, porque allí mismo decretó la libertad de sus esclavos, como primera medida, y los invitó a luchar para conquistar una Patria Libre para todos. Por eso, años después José Martí diría: “Céspedes no fue más grande cuando proclamó a la Patria libre, sino cuando reunió a sus esclavos y los llamó a sus brazos como hermanos”
Nunca tuvo más mérito el valor, que cuando aquel grupo de hombres, ya blancos y negros, marcharon a los combates armados sólo de revólveres, machetes y palos. “Las armas -había dicho Carlos Manuel de Céspedes- se las arrebataremos al enemigo”
El bautismo de fuego para esta novísima tropa no fue nada bueno, porque horas después sufría su primera derrota en el poblado de Yara, pero aquello no fue más que eso: una derrota, porque la batalla apenas había comenzado. Y para aquellos faltos de fe y de voluntad, que querían abandonar la lucha, Céspedes les dijo: “¿Aún quedamos doce hombres? Bastan para hacer la independencia de Cuba…” Y algo más de una semana después, aquellas bisoñas tropas tomaban la ciudad de Bayamo.
Desde entonces la Revolución de Céspedes y su grito en La Demajagua, acompañaron a los cubanos por más de cien años de lucha sin tregua, primero contra España y después, contra todos aquellos que desviaron el camino de la verdadera independencia y se humillaron ante el vecino del norte mendingando migajas de pan.
Aquel amanecer de octubre en La Demajagua, tuvo su despertar definitivo en otro amanecer glorioso, pero de enero, trayendo la luz de un nuevo día para la Patria, ya para siempre. Y Carlos Manuel de Céspedes pudo entonces sonreír al ver flotar su bandera, en la cima del Turquino, alta y sola, como él la quería.
Y allí, en el patio de su ingenio, rodeado de amigos y esclavos, estaba Carlos Manuel de Céspedes leyendo aquel manifiesto glorioso y diciendo cosas que nunca antes se habían dicho a viva voz: “no nos extravían rencores, no nos halagan ambiciones, sólo queremos ser libres e iguales como hizo el creador a todos los hombres”.
No sólo fueron palabras, sino hechos, porque allí mismo decretó la libertad de sus esclavos, como primera medida, y los invitó a luchar para conquistar una Patria Libre para todos. Por eso, años después José Martí diría: “Céspedes no fue más grande cuando proclamó a la Patria libre, sino cuando reunió a sus esclavos y los llamó a sus brazos como hermanos”
Nunca tuvo más mérito el valor, que cuando aquel grupo de hombres, ya blancos y negros, marcharon a los combates armados sólo de revólveres, machetes y palos. “Las armas -había dicho Carlos Manuel de Céspedes- se las arrebataremos al enemigo”
El bautismo de fuego para esta novísima tropa no fue nada bueno, porque horas después sufría su primera derrota en el poblado de Yara, pero aquello no fue más que eso: una derrota, porque la batalla apenas había comenzado. Y para aquellos faltos de fe y de voluntad, que querían abandonar la lucha, Céspedes les dijo: “¿Aún quedamos doce hombres? Bastan para hacer la independencia de Cuba…” Y algo más de una semana después, aquellas bisoñas tropas tomaban la ciudad de Bayamo.
Desde entonces la Revolución de Céspedes y su grito en La Demajagua, acompañaron a los cubanos por más de cien años de lucha sin tregua, primero contra España y después, contra todos aquellos que desviaron el camino de la verdadera independencia y se humillaron ante el vecino del norte mendingando migajas de pan.
Aquel amanecer de octubre en La Demajagua, tuvo su despertar definitivo en otro amanecer glorioso, pero de enero, trayendo la luz de un nuevo día para la Patria, ya para siempre. Y Carlos Manuel de Céspedes pudo entonces sonreír al ver flotar su bandera, en la cima del Turquino, alta y sola, como él la quería.
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