Por Rosalina Tamayo Arañó
Palma Soriano, Santiago de Cuba, 10 oct.— Hace unos días estuve varias jornadas en el Hospital Juan B. Viña de Palma Soriano, porque mi niño de siete años estuvo ingresado al presentar un cuadro de vómitos, diarreas y fiebre.
Más que el agradecimiento por la atención esmerada de doctores y enfermeras jóvenes y experimentadas, de secretarias de sala, pantristas y auxiliares generales atentas y dispuestas a minimizar cualquier inconveniente, llamó mi atención la manera espontánea y desinteresada en que todas las madres en la sala se ayudaban mutuamente y cooperaban unas con las otras para hacer más llevadera la estancia en un centro que aunque tiene un buen confort, no poseé las comodidades del hogar.
Podrían parecer acciones muy simples las que presencié, pero que en estas condiciones de niños enfermos, madres pasando días y noches enteras en un asiento, velando la recuperación de sus hijos, realmente se vuelven significativas.
Desde que ingresas a la sala, las madres que están te explican rápidamente el funcionamiento del lugar, allí se comporten desde las comidas que llegan de casa de quienes viven más cerca con las que son de zonas rurales por ejemplo y los familiares no pueden viajar diario y el trago de café, hasta el cubo para el baño, la pasta dental o el jabón, las chancletas para que pueda ir al baño una niña que con la premura de la salida se quedaron. La colaboración de una madre para cuidar al bebe para que la otra se pueda ir a bañar. El compartir el ventilador para varias camas.
Dar ánimo y consolar cuando uno de los niños debía ponerse un medicamento, que para algunos es un momento traumático. Las conversaciones de los más variados temas, que dejaban recomendaciones, consejos sobre las familias, los hijos y los padecimientos de estos.
Las amistades que surgen de esos momentos, que demuestran que los cubanos llevamos omo información genética el gen de la solidaridad a pesar de todas las carencias.
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