Por Armando Fernández Martí
Santiago de Cuba, 17 sep.— En la madrugada del 12 de septiembre de 1958, en un apartamento del Reparto Juanelo, en La Habana, fueron detenidas por las fuerzas represivas de la dictadura batistiana Lidia Doce Sánchez y Clodomira Acosta Ferrals, mensajeras del Ejército Rebelde que se encontraban pernoctando en ese lugar en el cual se alojaban además cuatro jóvenes revolucionarios, luchadores clandestinos del Movimiento 26 de Julio en la capital.
Desde el mismo momento de ser apresadas las dos muchachas tuvieron que soportar numerosos maltratos físicos y síquicos, pues ante los ojos de ellas fueron ametrallados los cuatro jóvenes, acción que Lidia y Clodomira trataron de impedir abalanzándose sobre los criminales por lo que fueron golpeadas brutalmente.
Ambas mujeres fueron trasladadas hasta la Oncena Estación de la Policía, en La Habana, donde permanecieron hasta el día 13, en que el sanguinario Coronel Esteban Ventura Novo ordenó trasladarlas hacia su guarida, en la siniestra novena estación, donde fueron torturadas salvajemente hasta dejarlas prácticamente moribundas.
En esas condiciones las dos mujeres fueron puestas en manos del asesino de la Marina de Guerra, Julio Laurent, quien las siguió torturando y al no lograr que hablaran, en la madrugada del 17 de septiembre de 1958 las montó en una lancha y las llevó a una milla del río Almendares donde sus cuerpos aún con vida fueron introducidos en sacos llenos de piedras y dejados caer a las profundidades del mar, que a partir de ese momento se convirtió en las tumbas de Lidia y Clodomira.
Al ser asesinadas, Lidia Doce Sánchez tenía 42 años de edad, mientras que Clodomira Acosta Ferrals sólo tenía 23. Ambas se habían incorporado al Ejército Rebelde a mediados de 1957 en la Columna 4, que comandaba el Che Guevara. Por su seriedad, valentía y fidelidad demostrada a la Revolución se les encomendó la misión de ser mensajeras entre la Sierra Maestra y la red clandestina urbana, principalmente, de Santiago de Cuba y La Habana.
Lidia y Clodomira frecuentemente cumplían riesgosas misiones al servicio del Comandante en Jefe Fidel Castro y del propio Che Guevara, de ahí que ambas tenían gran conocimiento del acontecer revolucionario en las montañas y el llano, atesorando para sí valiosas y comprometedoras informaciones.
Tal vez cuando fueron apresadas ni los propios esbirros de la dictadura sabían quiénes eran en realidad las dos muchachas. Sin embargo, de los labios de ellas no salieron palabras que comprometieran misiones de la Revolución ni a alguno de sus líderes. Así se fueron a sus tumbas en el fondo del mar. Recordémoslas hoy 60 años después de su muerte, como lo que fueron: inolvidables heroínas de silencio.
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