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Santiago de Cuba, 9 oct.— Cuentan que aquel 9 de octubre de 1967, al filo de la una de la tarde, en la Escuelita de La Higuera, el suboficial del ejército boliviano Mario Terán, ebrio hasta más no poder por el alcohol que le habían suministrado sus jefes, alzó el brazo tembloroso y la pistola apuntó al cuerpo del Comandante Ernesto Guevara, quien al verlo así se descubrió el pecho y le gritó: “No tiembles más y dispara aquí, que vas a matar a un hombre”.
Con los ojos cerrados el soldado apretó el gatillo y las balas asesinas abrieron junto a su corazón las heridas mortales que arrancaron prematuramente aquella flor de su tallo. Otros esbirros dispararon después para dejar en el cuerpo del heroico guerrillero otras ocho marcas de heridas con las cuales se completó el infame crimen.
Así acabó la existencia física de aquel hombre cuyos enemigos quisieron matar, destruir sus sueños y sus ideas, pero lo que hicieron fue convertirlo en millones como el propio Che lo había dicho: “En cualquier lugar que nos sorprenda la muerte bienvenida sea, siempre que ese nuestro grito de guerra haya llegado hasta un oído receptivo, y otras manos se extiendan para empuñar nuestras armas, y otros hombres se presten a entonar los cantos luctuosos con tableteos de ametralladoras y nuevos gritos de guerra y de victoria”
Después intentaron desaparecerlo, hacer inútil su ejemplo, usarlo como epílogo de una utopía. Pero el Che nisiquiera muerto en la Escuelita de la Higuera cerró sus ojos para que estos como faros luminosos, siguieran alumbrando la noche americana guiando al indio hecho de sueño y cobre, y al negro revuelto en espumosa muchedumbre, y a todos los que han dicho basta y han echado a andar, para que Latinoamérica y otras tierras del mundo puedan alcanzar su definitiva e irrenunciable independencia.
El tiempo ha pasado en 51 años y quien puede asegurar que el Che ha muerto, que no combate junto a nosotros y por nosotros. Aquí o allá, en cualquier parte donde haya un ser sin llevarse un pedazo de pan a la boca, donde haya un niño que muera de una insignificante
enfermedad, donde millones de mentes se atrofien por no saber leer ni escribir, donde haya una injusticia por reparar, donde haya un sueño por conquistar.
Aquel 9 de octubre de 1967 en La Escuelita de la Higuera mataron al Comandante Guerrillero, pero nació el Comandante de la Esperanza que con su fusil en alto nos alienta cuando grita ¡Hasta la Victoria siempre!
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